QUIEN ES EL CIEGO
Aquel año el invierno neoyorquino se extendió lánguidamente hasta fines de abril. Como vivía sola y era ciega, tendía a permanecer en casa gran parte del tiempo.
Por fin, un día el frío desapareció y entró la primavera, llenando el aire con una fragancia penetrante y alborozadora . Por la ventana de atrás, un alegre pajarito gorjeaba con persistencia, invitándome a salir.
Consciente de lo caprichoso que es abril, me aferré a mi abrigo de invierno pero, como una concesión al cambio de temperatura, dejé mi bufanda de lana, mi sombrero y mis guantes. Tomando mi bastón de tres picos salí alegremente al pórtico que lleva directamente a la calle. Levanté la cara hacia el sol, dándole una sonrisa de bienvenida en reconocimiento por su calidez y su promesa.
Mientras caminaba por la calle cerrada donde vivo , mi vecino me saludó con un "hola" musical y preguntó si deseaba que me condujera a alguna parte. "No, gracias" respondí. " Mis piernas han estado descansando todo el invierno y mis articulaciones necesitan desesperadamente de ejercicio, así que iré caminando".
Al llegar a la esquina aguardé, como era mi costumbre, a que alguna persona me permitiera atravesar con ella la calle cuando el semáforo estuviera en verde.
El sonido del tráfico me pareció un poco más largo que de costumbre, y sin embargo, nadie se ofreció a ayudarme.
Permanecí allí pacientemente y comencé a canturrear una melodía que recordaba. Era una canción de bienvenida a la primavera que había aprendido de niña en la escuela.
De repente, una voz masculina, fuerte y bien modulada, me habló :
"Parece un ser humano muy alegre", dijo. "¿Me daría el placer de acompañarla al otro lado de la calle?".
Adulada por tanta caballerosidad, asentí sonriendo, musitando un "sí" apenas inteligible.
Con amabilidad me rodeó el brazo con su mano y bajamos de la acera. Mientras avanzábamos lentamente, habló del tema más obvio -el clima- y qué bueno era estar vivo en un día como aquel.
Caminábamos al mismo paso y era difícil saber quién conducía a quién.
Apenas habíamos llegado al otro lado cuando una y otra vez comenzaron a escucharse las impacientes bocinas; seguramente había cambiado el semáforo.
Dimos algunos pasos más para alejarnos de la esquina.
Me volví hacia él para agradecer su ayuda y su compañía. Antes de que hubiera pronunciado una palabra, me habló:
"No sé si sabe", dijo, "qué grato es encontrar a alguien tan alegre como usted que acompañe a un ciego como yo a atravesar la calle".
Aquel día de primavera ha permanecido en mi memoria por siempre.
Aquel año el invierno neoyorquino se extendió lánguidamente hasta fines de abril. Como vivía sola y era ciega, tendía a permanecer en casa gran parte del tiempo.
Por fin, un día el frío desapareció y entró la primavera, llenando el aire con una fragancia penetrante y alborozadora . Por la ventana de atrás, un alegre pajarito gorjeaba con persistencia, invitándome a salir.
Consciente de lo caprichoso que es abril, me aferré a mi abrigo de invierno pero, como una concesión al cambio de temperatura, dejé mi bufanda de lana, mi sombrero y mis guantes. Tomando mi bastón de tres picos salí alegremente al pórtico que lleva directamente a la calle. Levanté la cara hacia el sol, dándole una sonrisa de bienvenida en reconocimiento por su calidez y su promesa.
Mientras caminaba por la calle cerrada donde vivo , mi vecino me saludó con un "hola" musical y preguntó si deseaba que me condujera a alguna parte. "No, gracias" respondí. " Mis piernas han estado descansando todo el invierno y mis articulaciones necesitan desesperadamente de ejercicio, así que iré caminando".
Al llegar a la esquina aguardé, como era mi costumbre, a que alguna persona me permitiera atravesar con ella la calle cuando el semáforo estuviera en verde.
El sonido del tráfico me pareció un poco más largo que de costumbre, y sin embargo, nadie se ofreció a ayudarme.
Permanecí allí pacientemente y comencé a canturrear una melodía que recordaba. Era una canción de bienvenida a la primavera que había aprendido de niña en la escuela.
De repente, una voz masculina, fuerte y bien modulada, me habló :
"Parece un ser humano muy alegre", dijo. "¿Me daría el placer de acompañarla al otro lado de la calle?".
Adulada por tanta caballerosidad, asentí sonriendo, musitando un "sí" apenas inteligible.
Con amabilidad me rodeó el brazo con su mano y bajamos de la acera. Mientras avanzábamos lentamente, habló del tema más obvio -el clima- y qué bueno era estar vivo en un día como aquel.
Caminábamos al mismo paso y era difícil saber quién conducía a quién.
Apenas habíamos llegado al otro lado cuando una y otra vez comenzaron a escucharse las impacientes bocinas; seguramente había cambiado el semáforo.
Dimos algunos pasos más para alejarnos de la esquina.
Me volví hacia él para agradecer su ayuda y su compañía. Antes de que hubiera pronunciado una palabra, me habló:
"No sé si sabe", dijo, "qué grato es encontrar a alguien tan alegre como usted que acompañe a un ciego como yo a atravesar la calle".
Aquel día de primavera ha permanecido en mi memoria por siempre.
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