En un lejano país había un señor feudal, cuyo poderío sólo era equiparable a su crueldad. En su territorio imperaba su ley y a los campesinos les estaba prohibido hasta mencionar su nombre. El pueblo vivía oprimido por los alguaciles que él designaba y agobiado por los recaudadores de impuestos, que les quitaban las pocas monedas que podían obtener vendiendo sus cosechas, sus vinos o sus trabajos manuales.
Nolav, que así se llamaba el señor, tenía un poderoso ejército del que cada tanto surgían algunos jóvenes oficiales que intentaban algún motín para derrocarlo… Pero el Tirano doblegaba todos esos intentos a sangre y fuego. El sacerdote del pueblo era tan bondadoso, como malvado el gobernante. Un hombre respetuoso de su fe y que dedicaba su vida a ayudar a otros y a enseñar lo mucho que sabía.
Vivían con él en su casa 15 a 20 discípulos, que seguían su camino y aprendían de cada gesto y de cada palabra de su maestro. Un día, después de la oración matinal, reunió a sus discípulos y les dijo:
— Hijos míos, debemos ayudar a nuestro pueblo. Ellos podrían luchar por su libertad, pero el Señor de la Tierra les ha hecho creer que tiene demasiado poder para que lo s hombres y mujeres se animen a enfrentarlo. El miedo por Nolav ha crecido con ellos y a menos que hagamos algo, morirán esclavos.
— Lo que tú digas será hecho –contestaron al unísono.
— ¿Aunque cueste la vida de ustedes? –preguntó.
— ¿Qué es la vida si uno, pudiendo ayudar a su hermano, no lo hace? –contestó uno de los discípulos que hablaba como vocero de todos. Llegó el día quinto del tercer mes. Ese día se festejaba en el palacio el cumpleaños del amo. Y por única vez en el año, el Señor de la Tierra paseaba en su carruaje y por el pueblo. Rodeado por una fuerte custodia y ataviado con trajes bordados en oro y piedras preciosas, Nolav empezó su paseo esa mañana. Había un bando que ordenaba que todos los campesinos debían postrarse ante el paso del carruaje real, en señal de respeto.
Para sorpresa de todos, a pocas cuadras del palacio el carruaje pasó por una calle y uno de los súbditos permaneció de pie a su paso. Los guardias lo detuvieron inmediatamente y lo llevaron ante el Señor.
— ¿No sabes que debes inclinarte?
— Lo sé, Alteza.
— E igual no lo hiciste.
— No lo hice.
— ¿Sabes que te puedo condenar a muerte?
— Eso espero, Alteza.
Nolav se sorprendió de la respuesta, pero no se intimidó.
— Bien, si esta es la forma en que quieres morir, al atardecer el verdugo se ocupará de tu cabeza.
— Gracias, mi señor –dijo el joven y se arrodilló sonriente.
De entre la multitud, alguien gritó.
—Mi Señor, mi Señor, ¿puedo hablar?
El dictador le permitió acercarse.
— Dime.
— Permitidme mi señor que sea yo y no él, el que muera el día de hoy.
— ¿Estás pidiendo ser ejecutado en su lugar?
— Sí Señor, por favor, siempre os fui fiel. Permitídmelo, por favor.
El amo se sorprendió y preguntó al condenado:
— ¿Es tu familiar?
— Jamás lo vi en mi vida. No le permitas reemplazarme, la falta es mía y es mi cabeza la que debe rodar.
— No, Alteza, la mía.
— No, la mía.
— La mía.
— Silencio –gritó el Señor— puedo complaceros a los dos. Ambos serán decapitados.
— Bien, Majestad, pero por ser el primer condenado creo que tengo derecho de ser el primero.
— No, Señor ese privilegio me pertenece a mí, que ni siquiera he ofendido a su Alteza.
— Basta ya, ¿qué es esto? –gritó Nolav—. Callaos y os concederé el privilegio de ser ejecutados a la vez, hay más de un
verdugo en esta tierra. Una voz se alzó entre la multitud.
— En ese caso, Señor, yo también quiero estar en la lista.
— Y yo, Señor.
— Y yo.
¡El Señor feudal estaba atónito! No entendía qué estaba pasando. Y si había algo que ponía de mal humor al dictador era que sucediera algo sin que él pudiera entenderlo. Cinco jóvenes sanos pidiendo ser decapitados era algo incomprensible. Entrecerró los ojos para reflexionar. En pocos segundos tomó una decisión. No quería que sus súbditos pensaran que le temblaba el pulso. ¡Serían cinco los verdugos!
Pero cuando abrió los ojos y miró a la gente reunida, ya no eran cinco sino más de diez las voces de los que reclamaban ser ejecutados y las manos seguían levantándose. Esto era demasiado para el poderoso Señor Feudal.
— ¡Basta! –gritó— se suspenden todas las ejecuciones hasta que yo decida quiénes van a morir y cuándo.
Entre las protestas y los reclamos de los que querían morir, el carruaje regresó al palacio. Una vez allí, Nolav se encerró en sus habitaciones y se dedicó a pensar sobre el tema. De pronto. Se le ocurrió una idea. Mandó a traer al sacerdote. Él debía saber algo sobre esa locura colectiva. Rápidamente salieron a buscar al anciano y lo trajeron ante el Señor Feudal. — ¿Por qué tu pueblo se pelea por ser ejecutado? El anciano no respondió.
— ¡Responde!
Silencio.
—Te lo ordeno.
Silencio.
— No me desafíes. ¡Tengo maneras de hacerte hablar!
Silencio.
El anciano fue llevado a la sala de torturas y sometido a los peores tormentos por horas, pero se negó a hablar. El tirano mandó a sus guardias al templo a buscar a algunos de sus discípulos. Cuando estuvieron allí, les mostró el cuerpo dañado del maestro y les preguntó: — ¿Cuál es la razón de que los hombres quieran ser ejecutados?
Con un hilo de voz, el anciano sacerdote gritó:
— ¡Les prohíbo hablar!
El Señor de la Tierra sabía que no podría amenazar con la muerte a ninguno de los que allí estaban, así que les dijo:
— Haré sufrir a tu maestro los peores dolores que un hombre ha concebido. Y los obligaré a presenciarlo. Si aman a este hombre, díganme el secreto y luego todos podrán irse.
— Está bien –dijo uno de los discípulos.
— Cállate –dijo el anciano.
— Continúa –dijo Nolav.
— Si alguien muere ejecutado en el día de hoy… –empezó el discípulo…
— Cállate –repitió el anciano—. Maldito seas de tu pueblo si revelas el secreto…
El Señor hizo un gesto y el viejo recibió un golpe que lo dejó inconsciente.
—Sigue –ordenó.
—El primer hombre que muera ejecutado en el día de hoy, después de la puesta del sol, se volverá inmortal.
— ¿Inmortal? ¡Mientes! –dijo Nolav.
— Está en las Escrituras –dijo el joven, y abriendo un libro que traía en su bolso, leyó el párrafo que lo confirmaba. ¡Inmortal!, pensó el Señor Feudal. Lo único que el dictador temía era la muerte y aquí estaba la posibilidad de vencerla. Inmortal, pensó. El Señor no dudó un momento, pidió papel y pluma y ordenó su propia ejecución. Todos fueron echados del palacio y al caer el sol, Nolav fue ejecutado según su orden.
El pueblo se libró así de su opresor y se levantó a luchar por su libertad. Algunos meses después, todos eran libres. Al señor Feudal, nunca más nadie lo mencionó, salvo la noche de su ejecución en que los discípulos, mientras curaban las heridas de su maestro, recibían de él su bendición, por haber arriesgado sus cabezas y también su felicitación por esas maravillosas actuaciones.
NADIE TIENE MÁS POSIBILIDADES DE CAER EN UN ENGAÑO QUE AQUEL A QUIEN LA MENTIRA LE AJUSTA CON SUS DESEOS
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